Si nos atenemos a que la reputación es la suma de la realidad más el reconocimiento y que la realidad de Isabel II, una de las reinas más longevas de la historia, ha cambiado tanto como el mundo en estas siete décadas, debemos poner sobre todo en valor el reconocimiento que hoy día le profesan siete de cada diez británicos, al considerar como de bueno o muy bueno su mandato. Tiene mérito porque se consigue tras las innumerables polémicas que han marcado siempre su entorno familiar; la más reciente, el presunto abuso a una menor de su hijo Andres; antes, los controvertidos divorcios de sus tres hijos; la muerte de Diana de Gales; los diversos escándalos de su hermana -la princesa Margarita-, o las graves acusaciones de racismo por miembros de su propia familia, entre otros.  

Afirmar que Isabel II es una reina reputada -sin una investigación empírica y una metodología robusta- es algo aventurado, pero me atrevo a compartir algunas reflexiones relacionadas con un reinado que siempre ha estado en el foco de la opinión pública mundial y que mantiene su reconocimiento. Isabel II ha sabido sobreponerse a todas las adversidades y dramas inherentes a 70 años de historia, con subidas y bajadas importantes -la más relevante la de 1997, coincidiendo con la muerte de Lady Di, cuando el diario monárquico y conservador Daily Mail, publicó una controvertida encuesta en la que el 70% de los británicos deseaba que su soberana abdicase y diese paso a nuevas generaciones. Este hito, de índole además personal, representó posiblemente uno de los golpes reputacionales más duros a su reinado como consecuencia del nivel de desafección que la reina mostró, en un primer momento, hacia la que ya ha pasado a la posteridad como “la princesa del pueblo”, y que incluso obligo a la propia reina a rectificar.    

Los principales logros conductuales de Isabel II -que no geopolíticos o socioeconómicos -lo que daría para varios libros- se sintetizan en haber conseguido llegar hasta aquí como una monarca querida y respetada por la mayoría de sus conciudadanos. Todo empezó hace 70 años cuando una joven reina, con tan solo 25, encandiló a un Reino Unido que afrontaba las duras consecuencias de la posguerra y el desmantelamiento del que fue un reconocido imperio colonial. Hoy, siete décadas después, la reina demuestra principios aplicables a cualquier empresa, institución o entidad, longevas o no en el tiempo y que incluso también son aplicables al devenir de nuestra propia corona y al de nuestro rey, Felipe II . Yo distinguiría tres hitos para el caso de Isabel II: la coherencia, saber evolucionar desde las tradiciones y un inquebrantable sentido del deber hacia su país y hacia lo que este representa real o aspiracionalmente.     

La reina ha demostrado coherencia, incluso en medio de las peores crisis personales, institucionales o globales con las que ha lidiado. Ha ejercido siempre el papel que le correspondía como monarca y lo ha hecho además en un contexto con demostradas malas prácticas por parte de familiares y allegados. En segundo lugar, ha reinado desde una independencia obligada hacia el poder ejecutivo de los 14 primeros ministros que ha visto pasar como monarca y pese a sus sabidas desavenencias con algunos de ellos; las más graves las vividas con Margaret Thatcher, que incluso llego a salpicar los tabloides británicos.

Isabel II también ha sabido evolucionar y hacerlo además desde un respeto incluso desfasado hacia unas tradiciones que desconectaban con las nuevas expectativas y demandas de los ciudadanos de un mundo muy diferente al de 1953. Es cierto que algunas de esas evoluciones han llevado años, por no decir décadas, pero fue ella quién decidió que la BBC entrara en Buckingham Palace para mostrar al mundo como era el día a día de su familia, o recibió en Londres a los astronautas el Apolo 11 tras su llegada a la luna.

Su último gran gesto evolutivo lo ha tenido hace solo unas horas cuando en el comunicado remitido por su 70 aniversario afirmase, por primera vez y por increíble que parezca, que “cuando llegue el momento, se reconozca a Camila como reina consorte”. Esta afirmación, evitada durante décadas, rompe con la inercia de que una mujer divorciada y casada en segundas nupcias -igual que su hijo Carlos- estuviera condenada a ser relegada a un segundo plano de la realeza aunque estuviese casada con el mismísimo futuro Rey.    

Por último, la reina ha demostrado un inquebrantable sentido del deber como así está recogido en las hemerotecas. Siempre se le ha reconocido un compromiso incondicional hacia la nación que representa y hacia sus intereses y, aún hoy, mantiene una agenda institucional impropia de una persona que se acerca al siglo de vida.

Demostrada la transferencia reputacional que existe según Villafañe & Asociados entre los líderes y las instituciones o empresas que dirigen o representan, Gran Bretaña gana con su reina más que pierde y posiblemente también ganan buena parte de las monarquías mundiales, que no son tantas y que cada vez tiene más detractores. Y es que el futuro de las monarquías depende de la actuación de sus monarcas, que deben reinar desde el ejemplo, con comportamientos intachables desde la coherencia, de su capacidad para conectar con los grupos de interés de su corona y de su país, poniendo al ciudadano en el centro de la acción y asumiendo que no una sino cientos de veces, sufrirán y seguirán sufriendo los envites de un entorno casi siempre hostil y para el que hay que saber estar a la altura, más si eres la reina o el rey.